LOS BARSOVIANOS
Gustavo Rafael Piedrahita Rivero, suegro de Manuel,
manifestaba que había probado con su
conducta que en toda su vida fue un
hombre honrado porque todo lo que adquirió lo logró con su esfuerzo personal. Nunca
le quitó nada a nadie. Afirmaba que era
tanta su honradez que podían dejarle a
cuidar un baúl de dinero y aquella persona tenía la plena seguridad que al
regresar lo encontraría en las mismas condiciones como lo dejó, pero si el
objeto a cuidar era una mujer segurito que entregaría malas cuentas. Que el diablo le
quemara las nalgas con un escupitazo caliente si algún día le tuviera miedo a
una mujer. Ellas fueron su gran
debilidad y por ellas hizo cosas que nadie se imaginó. Hasta de brujo se metió
por el amor de aquellas damiselas. “El Brujo del Piñón” le decían. Aquella barba
espesa y la mirada camuflada en las alas de su sombrero escondían las
picardías seductoras de aquel hombre que
fascinaba al hablar, hasta que un día fue descubierto por su propio cuñado que
al verlo desde cierta distancia, dijo: ¡Híjole,
ese brujo es mi compadre Gustavo”,- como en efectivo, era.
Gustavo recorrió muchos
pueblos de su Colombia natal. Cuenta que a uno de esos pueblos le decían El
Sapo, nombre que muchos paisanos no compartían por considerarlo feo e impropio
para aquella comunidad por cuanto le restaba la categoría que con tanto esfuerzo de su gente había logrado habriéndose paso hacia el
progreso. Uno de los hijos de esa comunidad se propuso cambiarle ese feo nombre
al pueblo y eso sucedería en la oportunidad que la suerte se lo proporcionara. Como de magia, un día
cualquiera fue nombrado Alcalde de “El Sapo” y uno de sus primeros decretos fue
cambiarle el nombre al pueblo por el de Barsovia.
¡De ahora en adelante
este pueblo se llama Barsovia y quien lo
llame El Sapo será multado con mil pesos! - Exclamó el nuevo Alcalde
Dice Gustavo que las
rentas municipales se vieron fortalecidas por las multas aplicadas a todos
aquellos que en vez de llamar al pueblo por su nuevo nombre seguían llamándolo
“El Sapo”. Eso fue un gran acontecimiento y todo el mundo estaba pendiente de
no equivocarse con el nuevo nombre del pueblo. Entre ellos estaban los árabes
que vendían sus mercancías de casa en
casa en grandes maletas en la cabeza
Un día un vendedor
árabe, muerto de sed, llegó a la casa de una vecina y le pidió por favor que le
regalara un vaso de agua. La dama, seguida del árabe, se dirigió al pozo, sacó
un vaso lleno del preciado líquido y se lo brindó al visitante, quien había
visto alrededor del agua a tres enormes sapos chinagua, murmurando en baja voz
y con toda precaución para no ser escuchado por la autoridad y multado, le dijo:
¿ Señora, éstos
Barsovianos no habrán bebido de esta agua ?
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