martes, 15 de julio de 2014

LOS BARSOVIANOS



                                                         
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Gustavo  Rafael Piedrahita Rivero, suegro de Manuel, manifestaba que en su vida había probado con su conducta que fue un hombre honrado porque todo lo que adquirió lo logró con su esfuerzo personal. Nunca le quitó nada a nadie.  Afirmaba que era tanta su honradez que le podían dejar a cuidar un baúl de dinero que estaba seguro que  al regresar  lo encontrarían en las mismas condiciones, pero si el objeto a cuidar era una mujer segurito que  entregaría malas cuentas. Ellas fueron su  gran debilidad y por ellas hizo cosas que nadie se imaginó. Hasta de brujo se metió por el amor de aquellas damiselas. “El Brujo del Piñón” le decían. Aquella barba espesa y la mirada camuflada en las alas de su sombrero escondían las picardías  seductoras de aquel hombre hasta que un día fue descubierto por un primo hermano que al verlo dijo: ¡ Ese brujo es mi compadre Gustavo”, como en efectivo, era.

Gustavo recorrió muchos pueblos de su Colombia natal. Cuenta que a uno de esos pueblos le decían El Sapo, nombre que muchos paisanos no compartían por considerarlo feo e impropio para aquella comunidad  por cuanto le restaba la categoría  que con tanto esfuerzo de su  gente había logrado y se  habría paso hacia el progreso. Uno de sus hijos se propuso cambiarle ese feo nombre al pueblo en la oportunidad que la suerte  se lo proporcionara. Un día cualquiera fue nombrado Alcalde del pueblo de “El Sapo” y uno de sus primeros decretos fué cambiarle el nombre al pueblo  por el de Barsovia.
¡De ahora en adelante este pueblo se llama Barsovia y quien  lo llame El Sapo será multado con mil pesos!  Grito el nuevo Alcalde

Dice Gustavo que las rentas municipales se vieron fortalecidas por las multas aplicadas a todos aquellos que en vez de llamar al pueblo por su nuevo nombre seguían llamándolo “El Sapo”. Eso fue un gran acontecimiento y todo el mundo estaba pendiente de no equivocarse con el nuevo nombre del pueblo. Entre ellos estaban los árabes que vendían sus mercancías en grandes maletas en la cabeza por las calles.
Un día un vendedor árabe, muerto de sed, llegó a la casa de una vecina y le pidió por favor que le regalara un vaso de agua. La dama, seguida del árabe, se dirigió a la tinaja, sacó un vaso lleno del preciado líquido y se lo brindó al visitante, quien había visto al pie de la tinaja tres enormes sapos  chinagua, murmurando en baja voz y con toda precaución para no ser multado le dijo:
¿ Señora, éstos Barsovianos no habrán bebido de esta agua ?

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