Aquella era una
Venezuela predominantemente rural. Estamos hablando de la década de los años cuarenta del siglo
pasado. La mayoría de las familias se dedicaban a la agricultura y la cría.
Hambre no había porque todos se dedicaban al trabajo de la tierra. En el pueblo
sacrificaban dos reses por día y en el mercadito municipal se compraba la carne
de primera a dos bolívares de los viejos el kilo. El queso se adquiría a razón de un
bolívar el kilo. La torta de casabe tenía el precio de un bolívar. Los
productos agrícolas como la auyama, el cambur, la lechoza, el melón, la patilla
se perdía o servían para alimentar a los animales porque como todas las
familias los producían nadie los compraba. El problema era conseguir dinero
para comprar pantalones, ropa interior,
camisas, vestidos y zapatos, que también eran baratos, pero el dinero escaso y
difícil de lograr. En el marco de esta situación económica se produce el hecho
objeto de este cuento.
Dos primos adolescentes, Felipe y Fernando, se
encuentran muy de mañana en la calle y el primero de ellos le dice al otro: ¡
te tengo un notición, hermano!
¡Desembucha pues, no dejes
para mañana lo que puedes hacer ahorita!-le dice Fernando.
Bueno, para la oreja porque lo que vas a escuchar es para consumo
propio. ¿Tú conoces a Barbarita, esa
trigueña piel canela, rellenita, cabello negro que le cae en la espalda como
subyugante cascada, ojos grandes como los de la virgen María y que es el anhelo
de los jóvenes de este pueblo?- Interroga Felipe.
¡Si!- contesta Fernando-
¡Ese cuerpito fue mío
anoche, y aprendí lo siguiente, hermano: quien la pretenda tiene que enamorarla
y llevarle cualquier cosa!- confiesa Felipe
¡Voy por ella, también
será mía!-dijo para sí Fernando. Y desde ese momento comenzó a buscar la
amistad de Barbarita. Muy temprano de la mañana la ayudaba a transportar el
agua desde la pila a su casa y mientras hacía esto la enamoraba. Al mes, más o
menos, Barbarita le dio el si y prometió dejarle abierta la puerta del fondo de
la casa para que entrara a su aposento después de la doce de la noche de ese
día.
El joven Fernando
pendiente de la otra condición que le dijo el primo, no encontraba que llevarle
a Barbarita. Dinero no tenía ni había visto por lo menos los últimos tres años de su vida. Decidido escogió la mano de cambur más hermosa y grande;
agarró un enorme y fresco melón y se fue
a la cita. Brincó el fondo de la casa y como encontró la puerta abierta dejó lo que le llevaba al lado de la puerta y pasó al
recinto donde le esperaba aquella belleza. Entre besos y abrazos preliminares a
lo que vendría después, Barbarita en imperceptible susurro le preguntó: ¡Qué me
trajiste! Y él le contestó: ¡ Una mano de cambur y un melón! . Con un relámpago
movimiento ella le metió una pierna en el abdomen y lo lanzó contra la pared,
dejándolo casi privado por el golpe. Fernando salió cabizbajo. Cuando pudo
hablar solo se le escuchó decir como una blasfemia: ¡Siempre el maldito dinero, Dios
mío. Siempre, siempre! ¿Hasta cuándo?
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