viernes, 13 de junio de 2014

¡ SIEMPRE, EL MALDITO DINERO!



                                        
Aquella era una Venezuela predominantemente rural. Estamos hablando  de la década de los años cuarenta del siglo pasado. La mayoría de las familias se dedicaban a la agricultura y la cría. Hambre no había porque todos se dedicaban al trabajo de la tierra. En el pueblo sacrificaban dos reses por día y en el mercadito municipal se compraba la carne de primera a dos bolívares de los viejos el kilo. El queso se adquiría a razón de un bolívar el kilo. La torta de casabe tenía el precio de un bolívar. Los productos agrícolas como la auyama, el cambur, la lechoza, el melón, la patilla se perdía o servían para alimentar a los animales porque como todas las familias los producían nadie los compraba. El problema era conseguir dinero para comprar  pantalones, ropa interior, camisas, vestidos y zapatos, que también eran baratos, pero el dinero escaso y difícil de lograr. En el marco de esta situación económica se produce el hecho objeto de este cuento.
Dos primos  adolescentes, Felipe y Fernando, se encuentran muy de mañana en la calle y el primero de ellos le dice al otro: ¡ te tengo un notición, hermano! 
  
¡Desembucha pues, no dejes para mañana lo que puedes hacer  ahorita!-le dice Fernando.
Bueno, para la oreja  porque lo que vas a escuchar es para consumo propio.  ¿Tú conoces a Barbarita, esa trigueña piel canela, rellenita, cabello negro que le cae en la espalda como subyugante cascada, ojos grandes como los de la virgen María y que es el anhelo de los jóvenes de este pueblo?- Interroga Felipe.
¡Si!- contesta Fernando-
¡Ese cuerpito fue mío anoche, y aprendí lo siguiente, hermano: quien la pretenda tiene que enamorarla y llevarle cualquier cosa!- confiesa Felipe
¡Voy por ella, también será mía!-dijo para sí Fernando. Y desde ese momento comenzó a buscar la amistad de Barbarita. Muy temprano de la mañana la ayudaba a transportar el agua desde la pila a su casa y mientras hacía esto la enamoraba. Al mes, más o menos, Barbarita le dio el si y prometió dejarle abierta la puerta del fondo de la casa para que entrara a su aposento después de la doce de la noche de ese día.
El joven Fernando pendiente de la otra condición que le dijo el primo, no encontraba que llevarle a Barbarita. Dinero no tenía ni había visto por lo menos los últimos tres  años de su vida. Decidido  escogió la mano de cambur más hermosa y grande; agarró un  enorme y fresco melón y se fue a la cita. Brincó el fondo de la casa y como encontró la puerta abierta dejó lo que le llevaba al lado de la puerta y  pasó al recinto donde le esperaba aquella belleza. Entre besos y abrazos preliminares a lo que vendría después, Barbarita en imperceptible susurro le preguntó: ¡Qué me trajiste! Y él le contestó: ¡ Una mano de cambur y un melón! . Con un relámpago movimiento ella le metió una pierna en el abdomen y lo lanzó contra la pared, dejándolo casi privado por el golpe. Fernando salió cabizbajo. Cuando pudo hablar solo se le escuchó decir como una blasfemia: ¡Siempre el maldito dinero, Dios mío. Siempre, siempre!   ¿Hasta cuándo?

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